[Ficción de un barrio sanlorencino]
por Diego de la Fuente
Habíamos construido una cancha de béisbol –o algo que creíamos que era eso– en un terreno baldío, en la esquina donde terminaba el asfalto y se podía ver pasar al tren más allá, en medio del campo. Ese lugar representaba el límite absoluto del barrio y, para muchos de mis amigos de otras partes del pueblo, escapaba al margen de la ciudad misma. En realidad, la cancha se dibujaba y recomponía cada día con las pocas referencias que nos brindaban las imágenes entrecortadas de los programas de televisión que siempre suponían que los espectadores conocíamos a fondo el deporte, por lo que nos limitábamos a ubicar tres bases y una joum, intentando respetar una forma cuadrangular. Por lo demás, tampoco teníamos muchas reglas: uno debía lanzar una pelota, que podía ser de tenis aunque resultaba demasiado liviana, desde algún lugar del centro del cuadrado formado por las bases y otro, ubicado sobre joum, debía pegarle con el palo y correr a primera o, como sucedía la mayoría de las veces, intentar dar una vuelta completa para hacer un jonrón. El que atajaba la pelota se la lanzaba como proyectil al que corría y si le pegaba quedaba fuera; si no, el corredor seguía adelante mientras algunos aplaudían y lo animaban y otros intentaban detenerlo obstaculizando su paso o levantando las piedras con las que marcábamos las bases y echándose a correr a su vez para evitar que completara el circuito. No sumábamos puntuación y tampoco nos importaba demasiado, salvo al Cuatrojos que siempre intentaba explicar los errores del Banana, que era quien llevaba realmente la voz cantante, decidía quién debía batear y dónde debíamos ubicarnos los demás.
Al tercer día de nuestros intentos veraniegos por ser un poco menos de nuestro país y convertirnos en un poco más en ciudadanos del que admirábamos por canal tres, hablando de tú y tratando de adaptar guantes comunes de cuero para que parecieran profesionales, el Banana trajo una bola de béisbol real que era de la colección de su papá, un fanático de todo tipo de competencias, y todos quedamos maravillados. Nos la fuimos pasando uno a uno, sintiendo su peso y dureza, acariciando la piel tirante y las costuras, oliéndola. Cuando la tirábamos al aire volaba perfecta emitiendo un leve siseo, pero resultaba demasiado pesada para los palos de escoba con los que intentábamos golpearla. Esa mismo día, un poco más tarde, llegó el Gordo y se completó el juego. Traía en la mano un bate nuevo que su abuelo, un viejo carpintero retirado, había torneado en una madera de quebracho. Para nuestra imaginación de niños, tenía la forma exacta, profesional: el tope particular para que no se deslizara de las manos al hacer swing, unas ranuras horizontales decorativas y el barniz oscuro. El viejo lo había hecho de madera dura “para que no se rompa contra la pelota”, explicaba el Gordo, por lo que podíamos estimar que pesaba con facilidad un par de kilos. Todos estábamos ansiosos por estrenarlo y, aunque el Banana quiso ser el primero, dejamos que su auténtico dueño se parara por primera vez a recibir los precisos pelotazos de Germán, quien tenía estudiados todos los pasos previos y hacía unos lanzamientos de película. Germán usaba gorra con visera, sostenía la pelota en la espalda para llevarla después hacia delante y ponerla entre las manos como si rezara, miraba de perfil –con cara de enemigo mortal– al que esperaba el lanzamiento, daba una larga vuelta con el brazo dándole cuerda al movimiento, y disparaba con toda su fuerza hacia la joum.
El Gordo respondió al primer lanzamiento abanicando con energía, pero no dio con la pelota y se balanceó tanto que casi pierde el equilibrio; poner el bate en movimiento requería de bastante esfuerzo. Volvió a ubicarse, ya transpirado y algo agitado, mientras alguien le acercaba la pelota nuevamente a Germán. El resto esperábamos sentados en diagonal a la escena, en la línea imaginaria que unía tercera base con el bateador. Era uno de esos días del final del verano, cuando las tardes empiezan a acortarse y uno entiende realmente lo que es disfrutar de las vacaciones, sin apuro, justo cuando están despidiéndose. Me había sentado en el piso con las piernas estiradas, apoyando el peso del cuerpo en mis dos brazos trabados en la espalda. Sentía los pastos duros pinchándome detrás de las rodillas. Hacía calor, pero no tanto y el olor era dulce y azul como el cielo el día después de la tormenta.
Germán volvió a repetir su ceremonia y envió un proyectil recto sobre la piedra que indicaba el lugar del bateador, que esta vez giró perfectamente y golpeó de lleno la pelota. Veía al Gordo algo de espaldas, pero me pareció el movimiento de un atleta, como el de esa estatua que inmortaliza el lanzamiento de un disco, una belleza. El golpe, una campanada seca y profunda, un tono grave como el de un meteorito golpeando un planeta desierto, disparó violentamente la bola al infinito, un cohete que aceleraba más y más. Fui feliz y todo confluía en la perfección más inmensa a la que un momento puede aspirar, la síntesis de un gran verano. Embelesado en ver cómo se perdía el proyectil al cruzarse por el sol, en captar abierta y tranquilamente los detalles del momento, en pensar en el miedo del Banana por perder la pelota de su padre para siempre y de sonreírme solo, apenas escuché el grito apagado de mi hermano que advertía el peligro. Bajé la cabeza y abrí los ojos encandilados, como si hubiera estado soñando y alguien me despertara llamando mi nombre. Pude ver al Gordo que se miraba las manos desorbitado y una sombra de flecha estalló en mi frente. Lo demás fue oscuridad y un eco doloroso a madera quebrada.
Desperté aturdido al día siguiente; estaba en el hospital. Me explicaron que el bate, después de dar con la pelota, se había deslizado de las manos del Gordo y había volado en dirección a mí como un boomerang, que me había golpeado en la cabeza; un accidente con suerte ya que me podría haber matado. Me hicieron radiografías y tengo una fisura en el cráneo que no reviste riesgo, pero que me acompañará siempre como un recordatorio. En deportes y juego al aire libre, ni pensar por ahora, hay que cuidarse ya que los huesos están resentidos.
Después vino a visitarme mi hermano y me contó que la pelota del Banana no apareció más y que lo castigaron: no lo dejan salir de la casa hasta que comiencen las clases. Nos reímos de esto y es que ambos admiramos y odiamos al Banana con la misma intensidad. El abuelo del Gordo todavía no se explica cómo pude romper el bate con la cabeza y ya prometió hacer uno más resistente con un corazón de aluminio, pero va a tener que esperar unos meses hasta conseguir los materiales. Igualmente, a nadie le interesa volver a jugar al béisbol y las madres se han convencido de que es demasiado peligroso.
El Cuatrojos está proponiendo hacer una casita en el campito y hasta compartir el espacio con algunas chicas. Y el Banana ya está reclutando a otros para ir a destruírsela. Parece que ahora van a dejar que use el rifle de aire comprimido siempre que sea cuidadoso y él ya promete prestarlo a quienes se unan a su bando. La excusa del golpe en la cabeza me ayuda a quedarme en casa y no meterme en estas cosas de las que me entero por mi hermano. Igualmente, nadie viene a visitarme y me siento un poco solo. Tal vez salga esta noche, cuando todos duerman, prenda fuego la casita y le haga saber al Banana que fui yo.
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